Todo buen quintacolumnista pasa años infiltrado. Su carácter, aparentemente bonachón, le confiere una condición que le sitúa en la cresta de la ola del estamento donde introdujo sus tentáculos. Por definición, obedecen a la voz de su amo, el cual, sin pertenecer al citado estamento, ve con muy buenos ojos la presencia de este prototipo humano. Sin embargo, paradójicamente, los hay que no tienen amo, los hay que es su propio ego el encargado de maniatarlo y conducirlo por la senda que él mismo se marcó. Tanto a unos como a otros, el tiempo, impasible, acaba por delatarlos, o mejor, con el tiempo, ellos solos se delatan. No obstante, en el ínterin, en lo que va desde que se infiltran hasta que se delatan, hay un largo periodo durante el cual los indicios, de existir, de romperse su coraza camaleónica, son fácilmente visibles en los primeros, no así en los segundos. Los segundos, ¡ay los segundos!, ni ellos mismos saben qué pretenden, son pertinaces hacedores de contratiempos, suelen obcecarse generando quebraderos de cabeza a su alrededor; si pierden el control de una situación, son capaces de emitir incoherencias múltiples, momento bajo en el cual hasta el más fiel de sus acólitos se convence de que está ante un impostor. Con todo, esas incoherencias, les son mil veces perdonadas por sus incondicionales. Su absoluta carencia de valores les hace rebotar, permanentemente, tal si de un tentetieso se tratará, recuperando una y otra vez la verticalidad, estoicamente, como si nada hubiese ocurrido.