Vida de San Sebastián

San Sebastián es un Santo bastante secundario en el Santoral actual, reformado después del Concilio Vaticano II. Sin embargo, durante toda la Edad Media su devoción fue muy extendida y su patrocinio sobre la salud y contra toda enfermedad era muy reconocido.

Aunque la devoción al Santo mártir arranca de las primitivas comunidades cristianas, fue a lo largo de la Edad Media, y sobre todo en época de pestes y calamidades, cuando su invocación se generaliza.

Sebastián, hijo de padre militar y noble, era oriundo de Narbona, pero creció y fue educado en Milán. De muy joven emprendió la carrera militar y llegó a capitán de la primera cohorte de la guardia pretoriana, cargo que sólo se daba a personas ilustres. Era respetado por todos y apreciado por el emperador. Lo que ignoraba éste es que Sebastián fuera cristiano de corazón. El noble capitán cumplía con disciplina, pero no tomaba parte en los sacrificios a los dioses ni en otros actos que fueran de idolatría. No exteriorizaba su fe íntima; aunque se valía de su posición privilegiada para ejercer el apostolado seglar entre los compañeros de milicia y en ayudar ocultamente a los cristianos. Visitaba a los encarcelados por causa de Cristo, alentaba a los débiles y abatidos, daba ánimo a los que padecían tormento. Según la "pasión", intervino de un modo especial en sostener la fe de dos caballeros romanos, Marco y Marceliano, hermanos mártires, cuyo sepulcro fue identificado a principios del presente siglo cerca de la catacumba de San Sebastián.

La conducta de San Sebastián no era de cobardía, sino de cautela, y estaba de acuerdo con lo que, en distintas ocasiones, habían exhortado los prelados. El martirio se podía pedir a Dios, pero no se debía provocar, pues eso hubiera sido tentar a Dios, obligándole a conceder unas gracias especialísimas fuera de lo ordinario. El proceder de Sebastián fue, pues, el de simultanear, mientras pudo, el cargo de soldado del emperador pagano con el otro cargo de soldado de Cristo.

Esta situación duró hasta el día en que llegó la denuncia, en parte temida y en parte deseada, y se enteró el emperador. Maximiano le hizo comparecer a su presencia, reprochó su conducta y le colocó en la disyuntiva de abandonar su religión o perder el honroso cargo. Sebastián tuvo que escoger entonces una de las dos milicias. Como pudo más la convicción y su conciencia que la posición encumbrada y el bienestar material, escogió a Cristo. No soportó el emperador aquel desaire y le amenazó con la muerte. Pero Sebastián sentía por todo su ser la gracia sacramental de la confirmación que le empujaba al martirio y no dio el brazo a torcer. En vista de ello, Maximiano le condenó, sin más dilación, a morir asaeteado. Los sagitarios se lo llevaron al estadio del Palatino; desnudo lo ataron a un poste y lanzaron sobre él una lluvia de flechas. Luego se retiraron indiferentes, dejando el cuerpo erizado y dándolo por muerto.

Mas no fue así. Sus íntimos, que estaban al acecho, fueron allí y, encontrándolo vivo aún, lo desataron y se hicieron con él.

La "pasión" nos ha conservado el nombre de la santa matrona que lo escondió en su propia casa y le curó las heridas. Se llamaba Irene, y en los catálogos antiguos su nombre se encuentra entre los santos del día 22 de enero.

Pasado un tiempo, Sebastián quedó completamente restablecido. Sus íntimos le aconsejaban que se ausentara de Roma; mas él, que ya se había encariñado con la idea del martirio, en vez de esconderse se presentó un buen día ante el emperador y le pidió, con singular entereza, que dejara ya de perseguir a los cristianos. Maximiano, salido que hubo de su asombro, pues lo creía muerto, no se dejó ablandar, antes al contrario, enojado por todo aquello, le mandó azotar horriblemente hasta morir. Luego los soldados echaron el cuerpo en un albañal inmundo. Una piadosa mujer, de nombre Lucina, recogió sus venerables restos y los colocó en las catacumbas, en el lugar donde hoy se levanta la basílica que lleva su nombre.

Esta catacumba se halla a poco más de dos kilómetros de las antiguas murallas que circundaban la urbe romana. Durante el siglo IV, cuando la Iglesia pudo desenvolverse con toda libertad, se erigió una pequeña iglesia subterránea en el lugar de la tumba. En la parte superior edificaron, por el mismo tiempo, otra basílica de mayores proporciones, dedicada a San Pedro y San Pablo, pues desde el siglo anterior se venía dando culto a los dos apóstoles en aquella catacumba. Esta basílica cambió de nombre en el siglo IX y lleva desde entonces el del mártir Sebastián. Para el visitante de hoy, la iglesia ofrece un aspecto moderno, pero debajo de las molduras y estucos barrocos está la estructura romana del siglo IV. La estatua de San Sebastián, que preside el altar, obra de Giorgetti, es muy venerada por el pueblo romano. Cerca del lugar del martirio, en el Palatino, hay otra iglesia dedicada al santo mártir.

El culto a San Sebastián como protector contra la peste data de muy antiguo. En el año 680, la ciudad de Roma, estaba infectada de este mal. Entonces erigieron un altar con la imagen del Santo en la basílica de San Pedro. La gente fue a invocarle y, según rezan las crónicas, la peste cesó al punto. El hecho se divulgó rápidamente y desde entonces es invocado en todas partes. En España son innumerables los pueblos y ciudades que lo tienen como Patrón, las ermitas y capillas dedicadas en honor suyo y son muy pocas las parroquias rurales que no tengan el altar de San Sebastián. También data de muy antiguo en los anales de la Iglesia el invocar a San Sebastián contra los enemigos de la religión junto con otros dos santos caballeros, San Mauricio y San Jorge.

Por su general representación iconográfica de un joven atlético, semidesnudo, apuesto y bello, es llamado el Apolo cristiano, siendo uno de los santos más reproducidos en las diferentes técnicas y expresiones artísticas.

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Vida de San Sebastián

San Sebastián es un Santo bastante secundario en el Santoral actual, reformado después del Concilio Vaticano II. Sin embargo, durante toda la Edad Media su devoción fue muy extendida y su patrocinio sobre la salud y contra toda enfermedad era muy reconocido.

Aunque la devoción al Santo mártir arranca de las primitivas comunidades cristianas, fue a lo largo de la Edad Media, y sobre todo en época de pestes y calamidades, cuando su invocación se generaliza.

Sebastián, hijo de padre militar y noble, era oriundo de Narbona, pero creció y fue educado en Milán. De muy joven emprendió la carrera militar y llegó a capitán de la primera cohorte de la guardia pretoriana, cargo que sólo se daba a personas ilustres. Era respetado por todos y apreciado por el emperador. Lo que ignoraba éste es que Sebastián fuera cristiano de corazón. El noble capitán cumplía con disciplina, pero no tomaba parte en los sacrificios a los dioses ni en otros actos que fueran de idolatría. No exteriorizaba su fe íntima; aunque se valía de su posición privilegiada para ejercer el apostolado seglar entre los compañeros de milicia y en ayudar ocultamente a los cristianos. Visitaba a los encarcelados por causa de Cristo, alentaba a los débiles y abatidos, daba ánimo a los que padecían tormento. Según la "pasión", intervino de un modo especial en sostener la fe de dos caballeros romanos, Marco y Marceliano, hermanos mártires, cuyo sepulcro fue identificado a principios del presente siglo cerca de la catacumba de San Sebastián.

La conducta de San Sebastián no era de cobardía, sino de cautela, y estaba de acuerdo con lo que, en distintas ocasiones, habían exhortado los prelados. El martirio se podía pedir a Dios, pero no se debía provocar, pues eso hubiera sido tentar a Dios, obligándole a conceder unas gracias especialísimas fuera de lo ordinario. El proceder de Sebastián fue, pues, el de simultanear, mientras pudo, el cargo de soldado del emperador pagano con el otro cargo de soldado de Cristo.

Esta situación duró hasta el día en que llegó la denuncia, en parte temida y en parte deseada, y se enteró el emperador. Maximiano le hizo comparecer a su presencia, reprochó su conducta y le colocó en la disyuntiva de abandonar su religión o perder el honroso cargo. Sebastián tuvo que escoger entonces una de las dos milicias. Como pudo más la convicción y su conciencia que la posición encumbrada y el bienestar material, escogió a Cristo. No soportó el emperador aquel desaire y le amenazó con la muerte. Pero Sebastián sentía por todo su ser la gracia sacramental de la confirmación que le empujaba al martirio y no dio el brazo a torcer. En vista de ello, Maximiano le condenó, sin más dilación, a morir asaeteado. Los sagitarios se lo llevaron al estadio del Palatino; desnudo lo ataron a un poste y lanzaron sobre él una lluvia de flechas. Luego se retiraron indiferentes, dejando el cuerpo erizado y dándolo por muerto.

Mas no fue así. Sus íntimos, que estaban al acecho, fueron allí y, encontrándolo vivo aún, lo desataron y se hicieron con él.

La "pasión" nos ha conservado el nombre de la santa matrona que lo escondió en su propia casa y le curó las heridas. Se llamaba Irene, y en los catálogos antiguos su nombre se encuentra entre los santos del día 22 de enero.

Pasado un tiempo, Sebastián quedó completamente restablecido. Sus íntimos le aconsejaban que se ausentara de Roma; mas él, que ya se había encariñado con la idea del martirio, en vez de esconderse se presentó un buen día ante el emperador y le pidió, con singular entereza, que dejara ya de perseguir a los cristianos. Maximiano, salido que hubo de su asombro, pues lo creía muerto, no se dejó ablandar, antes al contrario, enojado por todo aquello, le mandó azotar horriblemente hasta morir. Luego los soldados echaron el cuerpo en un albañal inmundo. Una piadosa mujer, de nombre Lucina, recogió sus venerables restos y los colocó en las catacumbas, en el lugar donde hoy se levanta la basílica que lleva su nombre.

Esta catacumba se halla a poco más de dos kilómetros de las antiguas murallas que circundaban la urbe romana. Durante el siglo IV, cuando la Iglesia pudo desenvolverse con toda libertad, se erigió una pequeña iglesia subterránea en el lugar de la tumba. En la parte superior edificaron, por el mismo tiempo, otra basílica de mayores proporciones, dedicada a San Pedro y San Pablo, pues desde el siglo anterior se venía dando culto a los dos apóstoles en aquella catacumba. Esta basílica cambió de nombre en el siglo IX y lleva desde entonces el del mártir Sebastián. Para el visitante de hoy, la iglesia ofrece un aspecto moderno, pero debajo de las molduras y estucos barrocos está la estructura romana del siglo IV. La estatua de San Sebastián, que preside el altar, obra de Giorgetti, es muy venerada por el pueblo romano. Cerca del lugar del martirio, en el Palatino, hay otra iglesia dedicada al santo mártir.

El culto a San Sebastián como protector contra la peste data de muy antiguo. En el año 680, la ciudad de Roma, estaba infectada de este mal. Entonces erigieron un altar con la imagen del Santo en la basílica de San Pedro. La gente fue a invocarle y, según rezan las crónicas, la peste cesó al punto. El hecho se divulgó rápidamente y desde entonces es invocado en todas partes. En España son innumerables los pueblos y ciudades que lo tienen como Patrón, las ermitas y capillas dedicadas en honor suyo y son muy pocas las parroquias rurales que no tengan el altar de San Sebastián. También data de muy antiguo en los anales de la Iglesia el invocar a San Sebastián contra los enemigos de la religión junto con otros dos santos caballeros, San Mauricio y San Jorge.

Por su general representación iconográfica de un joven atlético, semidesnudo, apuesto y bello, es llamado el Apolo cristiano, siendo uno de los santos más reproducidos en las diferentes técnicas y expresiones artísticas.

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San Sebastián es un Santo bastante secundario en el Santoral actual, reformado después del Concilio Vaticano II. Sin embargo, durante toda la Edad Media su devoción fue muy extendida y su patrocinio sobre la salud y contra toda enfermedad era muy reconocido.

Aunque la devoción al Santo mártir arranca de las primitivas comunidades cristianas, fue a lo largo de la Edad Media, y sobre todo en época de pestes y calamidades, cuando su invocación se generaliza.

Sebastián, hijo de padre militar y noble, era oriundo de Narbona, pero creció y fue educado en Milán. De muy joven emprendió la carrera militar y llegó a capitán de la primera cohorte de la guardia pretoriana, cargo que sólo se daba a personas ilustres. Era respetado por todos y apreciado por el emperador. Lo que ignoraba éste es que Sebastián fuera cristiano de corazón. El noble capitán cumplía con disciplina, pero no tomaba parte en los sacrificios a los dioses ni en otros actos que fueran de idolatría. No exteriorizaba su fe íntima; aunque se valía de su posición privilegiada para ejercer el apostolado seglar entre los compañeros de milicia y en ayudar ocultamente a los cristianos. Visitaba a los encarcelados por causa de Cristo, alentaba a los débiles y abatidos, daba ánimo a los que padecían tormento. Según la "pasión", intervino de un modo especial en sostener la fe de dos caballeros romanos, Marco y Marceliano, hermanos mártires, cuyo sepulcro fue identificado a principios del presente siglo cerca de la catacumba de San Sebastián.

La conducta de San Sebastián no era de cobardía, sino de cautela, y estaba de acuerdo con lo que, en distintas ocasiones, habían exhortado los prelados. El martirio se podía pedir a Dios, pero no se debía provocar, pues eso hubiera sido tentar a Dios, obligándole a conceder unas gracias especialísimas fuera de lo ordinario. El proceder de Sebastián fue, pues, el de simultanear, mientras pudo, el cargo de soldado del emperador pagano con el otro cargo de soldado de Cristo.

Esta situación duró hasta el día en que llegó la denuncia, en parte temida y en parte deseada, y se enteró el emperador. Maximiano le hizo comparecer a su presencia, reprochó su conducta y le colocó en la disyuntiva de abandonar su religión o perder el honroso cargo. Sebastián tuvo que escoger entonces una de las dos milicias. Como pudo más la convicción y su conciencia que la posición encumbrada y el bienestar material, escogió a Cristo. No soportó el emperador aquel desaire y le amenazó con la muerte. Pero Sebastián sentía por todo su ser la gracia sacramental de la confirmación que le empujaba al martirio y no dio el brazo a torcer. En vista de ello, Maximiano le condenó, sin más dilación, a morir asaeteado. Los sagitarios se lo llevaron al estadio del Palatino; desnudo lo ataron a un poste y lanzaron sobre él una lluvia de flechas. Luego se retiraron indiferentes, dejando el cuerpo erizado y dándolo por muerto.

Mas no fue así. Sus íntimos, que estaban al acecho, fueron allí y, encontrándolo vivo aún, lo desataron y se hicieron con él.

La "pasión" nos ha conservado el nombre de la santa matrona que lo escondió en su propia casa y le curó las heridas. Se llamaba Irene, y en los catálogos antiguos su nombre se encuentra entre los santos del día 22 de enero.

Pasado un tiempo, Sebastián quedó completamente restablecido. Sus íntimos le aconsejaban que se ausentara de Roma; mas él, que ya se había encariñado con la idea del martirio, en vez de esconderse se presentó un buen día ante el emperador y le pidió, con singular entereza, que dejara ya de perseguir a los cristianos. Maximiano, salido que hubo de su asombro, pues lo creía muerto, no se dejó ablandar, antes al contrario, enojado por todo aquello, le mandó azotar horriblemente hasta morir. Luego los soldados echaron el cuerpo en un albañal inmundo. Una piadosa mujer, de nombre Lucina, recogió sus venerables restos y los colocó en las catacumbas, en el lugar donde hoy se levanta la basílica que lleva su nombre.

Esta catacumba se halla a poco más de dos kilómetros de las antiguas murallas que circundaban la urbe romana. Durante el siglo IV, cuando la Iglesia pudo desenvolverse con toda libertad, se erigió una pequeña iglesia subterránea en el lugar de la tumba. En la parte superior edificaron, por el mismo tiempo, otra basílica de mayores proporciones, dedicada a San Pedro y San Pablo, pues desde el siglo anterior se venía dando culto a los dos apóstoles en aquella catacumba. Esta basílica cambió de nombre en el siglo IX y lleva desde entonces el del mártir Sebastián. Para el visitante de hoy, la iglesia ofrece un aspecto moderno, pero debajo de las molduras y estucos barrocos está la estructura romana del siglo IV. La estatua de San Sebastián, que preside el altar, obra de Giorgetti, es muy venerada por el pueblo romano. Cerca del lugar del martirio, en el Palatino, hay otra iglesia dedicada al santo mártir.

El culto a San Sebastián como protector contra la peste data de muy antiguo. En el año 680, la ciudad de Roma, estaba infectada de este mal. Entonces erigieron un altar con la imagen del Santo en la basílica de San Pedro. La gente fue a invocarle y, según rezan las crónicas, la peste cesó al punto. El hecho se divulgó rápidamente y desde entonces es invocado en todas partes. En España son innumerables los pueblos y ciudades que lo tienen como Patrón, las ermitas y capillas dedicadas en honor suyo y son muy pocas las parroquias rurales que no tengan el altar de San Sebastián. También data de muy antiguo en los anales de la Iglesia el invocar a San Sebastián contra los enemigos de la religión junto con otros dos santos caballeros, San Mauricio y San Jorge.

Por su general representación iconográfica de un joven atlético, semidesnudo, apuesto y bello, es llamado el Apolo cristiano, siendo uno de los santos más reproducidos en las diferentes técnicas y expresiones artísticas.

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San Sebastián es un Santo bastante secundario en el Santoral actual, reformado después del Concilio Vaticano II. Sin embargo, durante toda la Edad Media su devoción fue muy extendida y su patrocinio sobre la salud y contra toda enfermedad era muy reconocido.

Aunque la devoción al Santo mártir arranca de las primitivas comunidades cristianas, fue a lo largo de la Edad Media, y sobre todo en época de pestes y calamidades, cuando su invocación se generaliza.

Sebastián, hijo de padre militar y noble, era oriundo de Narbona, pero creció y fue educado en Milán. De muy joven emprendió la carrera militar y llegó a capitán de la primera cohorte de la guardia pretoriana, cargo que sólo se daba a personas ilustres. Era respetado por todos y apreciado por el emperador. Lo que ignoraba éste es que Sebastián fuera cristiano de corazón. El noble capitán cumplía con disciplina, pero no tomaba parte en los sacrificios a los dioses ni en otros actos que fueran de idolatría. No exteriorizaba su fe íntima; aunque se valía de su posición privilegiada para ejercer el apostolado seglar entre los compañeros de milicia y en ayudar ocultamente a los cristianos. Visitaba a los encarcelados por causa de Cristo, alentaba a los débiles y abatidos, daba ánimo a los que padecían tormento. Según la "pasión", intervino de un modo especial en sostener la fe de dos caballeros romanos, Marco y Marceliano, hermanos mártires, cuyo sepulcro fue identificado a principios del presente siglo cerca de la catacumba de San Sebastián.

La conducta de San Sebastián no era de cobardía, sino de cautela, y estaba de acuerdo con lo que, en distintas ocasiones, habían exhortado los prelados. El martirio se podía pedir a Dios, pero no se debía provocar, pues eso hubiera sido tentar a Dios, obligándole a conceder unas gracias especialísimas fuera de lo ordinario. El proceder de Sebastián fue, pues, el de simultanear, mientras pudo, el cargo de soldado del emperador pagano con el otro cargo de soldado de Cristo.

Esta situación duró hasta el día en que llegó la denuncia, en parte temida y en parte deseada, y se enteró el emperador. Maximiano le hizo comparecer a su presencia, reprochó su conducta y le colocó en la disyuntiva de abandonar su religión o perder el honroso cargo. Sebastián tuvo que escoger entonces una de las dos milicias. Como pudo más la convicción y su conciencia que la posición encumbrada y el bienestar material, escogió a Cristo. No soportó el emperador aquel desaire y le amenazó con la muerte. Pero Sebastián sentía por todo su ser la gracia sacramental de la confirmación que le empujaba al martirio y no dio el brazo a torcer. En vista de ello, Maximiano le condenó, sin más dilación, a morir asaeteado. Los sagitarios se lo llevaron al estadio del Palatino; desnudo lo ataron a un poste y lanzaron sobre él una lluvia de flechas. Luego se retiraron indiferentes, dejando el cuerpo erizado y dándolo por muerto.

Mas no fue así. Sus íntimos, que estaban al acecho, fueron allí y, encontrándolo vivo aún, lo desataron y se hicieron con él.

La "pasión" nos ha conservado el nombre de la santa matrona que lo escondió en su propia casa y le curó las heridas. Se llamaba Irene, y en los catálogos antiguos su nombre se encuentra entre los santos del día 22 de enero.

Pasado un tiempo, Sebastián quedó completamente restablecido. Sus íntimos le aconsejaban que se ausentara de Roma; mas él, que ya se había encariñado con la idea del martirio, en vez de esconderse se presentó un buen día ante el emperador y le pidió, con singular entereza, que dejara ya de perseguir a los cristianos. Maximiano, salido que hubo de su asombro, pues lo creía muerto, no se dejó ablandar, antes al contrario, enojado por todo aquello, le mandó azotar horriblemente hasta morir. Luego los soldados echaron el cuerpo en un albañal inmundo. Una piadosa mujer, de nombre Lucina, recogió sus venerables restos y los colocó en las catacumbas, en el lugar donde hoy se levanta la basílica que lleva su nombre.

Esta catacumba se halla a poco más de dos kilómetros de las antiguas murallas que circundaban la urbe romana. Durante el siglo IV, cuando la Iglesia pudo desenvolverse con toda libertad, se erigió una pequeña iglesia subterránea en el lugar de la tumba. En la parte superior edificaron, por el mismo tiempo, otra basílica de mayores proporciones, dedicada a San Pedro y San Pablo, pues desde el siglo anterior se venía dando culto a los dos apóstoles en aquella catacumba. Esta basílica cambió de nombre en el siglo IX y lleva desde entonces el del mártir Sebastián. Para el visitante de hoy, la iglesia ofrece un aspecto moderno, pero debajo de las molduras y estucos barrocos está la estructura romana del siglo IV. La estatua de San Sebastián, que preside el altar, obra de Giorgetti, es muy venerada por el pueblo romano. Cerca del lugar del martirio, en el Palatino, hay otra iglesia dedicada al santo mártir.

El culto a San Sebastián como protector contra la peste data de muy antiguo. En el año 680, la ciudad de Roma, estaba infectada de este mal. Entonces erigieron un altar con la imagen del Santo en la basílica de San Pedro. La gente fue a invocarle y, según rezan las crónicas, la peste cesó al punto. El hecho se divulgó rápidamente y desde entonces es invocado en todas partes. En España son innumerables los pueblos y ciudades que lo tienen como Patrón, las ermitas y capillas dedicadas en honor suyo y son muy pocas las parroquias rurales que no tengan el altar de San Sebastián. También data de muy antiguo en los anales de la Iglesia el invocar a San Sebastián contra los enemigos de la religión junto con otros dos santos caballeros, San Mauricio y San Jorge.

Por su general representación iconográfica de un joven atlético, semidesnudo, apuesto y bello, es llamado el Apolo cristiano, siendo uno de los santos más reproducidos en las diferentes técnicas y expresiones artísticas.

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San Sebastián es un Santo bastante secundario en el Santoral actual, reformado después del Concilio Vaticano II. Sin embargo, durante toda la Edad Media su devoción fue muy extendida y su patrocinio sobre la salud y contra toda enfermedad era muy reconocido.

Aunque la devoción al Santo mártir arranca de las primitivas comunidades cristianas, fue a lo largo de la Edad Media, y sobre todo en época de pestes y calamidades, cuando su invocación se generaliza.

Sebastián, hijo de padre militar y noble, era oriundo de Narbona, pero creció y fue educado en Milán. De muy joven emprendió la carrera militar y llegó a capitán de la primera cohorte de la guardia pretoriana, cargo que sólo se daba a personas ilustres. Era respetado por todos y apreciado por el emperador. Lo que ignoraba éste es que Sebastián fuera cristiano de corazón. El noble capitán cumplía con disciplina, pero no tomaba parte en los sacrificios a los dioses ni en otros actos que fueran de idolatría. No exteriorizaba su fe íntima; aunque se valía de su posición privilegiada para ejercer el apostolado seglar entre los compañeros de milicia y en ayudar ocultamente a los cristianos. Visitaba a los encarcelados por causa de Cristo, alentaba a los débiles y abatidos, daba ánimo a los que padecían tormento. Según la "pasión", intervino de un modo especial en sostener la fe de dos caballeros romanos, Marco y Marceliano, hermanos mártires, cuyo sepulcro fue identificado a principios del presente siglo cerca de la catacumba de San Sebastián.

La conducta de San Sebastián no era de cobardía, sino de cautela, y estaba de acuerdo con lo que, en distintas ocasiones, habían exhortado los prelados. El martirio se podía pedir a Dios, pero no se debía provocar, pues eso hubiera sido tentar a Dios, obligándole a conceder unas gracias especialísimas fuera de lo ordinario. El proceder de Sebastián fue, pues, el de simultanear, mientras pudo, el cargo de soldado del emperador pagano con el otro cargo de soldado de Cristo.

Esta situación duró hasta el día en que llegó la denuncia, en parte temida y en parte deseada, y se enteró el emperador. Maximiano le hizo comparecer a su presencia, reprochó su conducta y le colocó en la disyuntiva de abandonar su religión o perder el honroso cargo. Sebastián tuvo que escoger entonces una de las dos milicias. Como pudo más la convicción y su conciencia que la posición encumbrada y el bienestar material, escogió a Cristo. No soportó el emperador aquel desaire y le amenazó con la muerte. Pero Sebastián sentía por todo su ser la gracia sacramental de la confirmación que le empujaba al martirio y no dio el brazo a torcer. En vista de ello, Maximiano le condenó, sin más dilación, a morir asaeteado. Los sagitarios se lo llevaron al estadio del Palatino; desnudo lo ataron a un poste y lanzaron sobre él una lluvia de flechas. Luego se retiraron indiferentes, dejando el cuerpo erizado y dándolo por muerto.

Mas no fue así. Sus íntimos, que estaban al acecho, fueron allí y, encontrándolo vivo aún, lo desataron y se hicieron con él.

La "pasión" nos ha conservado el nombre de la santa matrona que lo escondió en su propia casa y le curó las heridas. Se llamaba Irene, y en los catálogos antiguos su nombre se encuentra entre los santos del día 22 de enero.

Pasado un tiempo, Sebastián quedó completamente restablecido. Sus íntimos le aconsejaban que se ausentara de Roma; mas él, que ya se había encariñado con la idea del martirio, en vez de esconderse se presentó un buen día ante el emperador y le pidió, con singular entereza, que dejara ya de perseguir a los cristianos. Maximiano, salido que hubo de su asombro, pues lo creía muerto, no se dejó ablandar, antes al contrario, enojado por todo aquello, le mandó azotar horriblemente hasta morir. Luego los soldados echaron el cuerpo en un albañal inmundo. Una piadosa mujer, de nombre Lucina, recogió sus venerables restos y los colocó en las catacumbas, en el lugar donde hoy se levanta la basílica que lleva su nombre.

Esta catacumba se halla a poco más de dos kilómetros de las antiguas murallas que circundaban la urbe romana. Durante el siglo IV, cuando la Iglesia pudo desenvolverse con toda libertad, se erigió una pequeña iglesia subterránea en el lugar de la tumba. En la parte superior edificaron, por el mismo tiempo, otra basílica de mayores proporciones, dedicada a San Pedro y San Pablo, pues desde el siglo anterior se venía dando culto a los dos apóstoles en aquella catacumba. Esta basílica cambió de nombre en el siglo IX y lleva desde entonces el del mártir Sebastián. Para el visitante de hoy, la iglesia ofrece un aspecto moderno, pero debajo de las molduras y estucos barrocos está la estructura romana del siglo IV. La estatua de San Sebastián, que preside el altar, obra de Giorgetti, es muy venerada por el pueblo romano. Cerca del lugar del martirio, en el Palatino, hay otra iglesia dedicada al santo mártir.

El culto a San Sebastián como protector contra la peste data de muy antiguo. En el año 680, la ciudad de Roma, estaba infectada de este mal. Entonces erigieron un altar con la imagen del Santo en la basílica de San Pedro. La gente fue a invocarle y, según rezan las crónicas, la peste cesó al punto. El hecho se divulgó rápidamente y desde entonces es invocado en todas partes. En España son innumerables los pueblos y ciudades que lo tienen como Patrón, las ermitas y capillas dedicadas en honor suyo y son muy pocas las parroquias rurales que no tengan el altar de San Sebastián. También data de muy antiguo en los anales de la Iglesia el invocar a San Sebastián contra los enemigos de la religión junto con otros dos santos caballeros, San Mauricio y San Jorge.

Por su general representación iconográfica de un joven atlético, semidesnudo, apuesto y bello, es llamado el Apolo cristiano, siendo uno de los santos más reproducidos en las diferentes técnicas y expresiones artísticas.

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San Sebastián es un Santo bastante secundario en el Santoral actual, reformado después del Concilio Vaticano II. Sin embargo, durante toda la Edad Media su devoción fue muy extendida y su patrocinio sobre la salud y contra toda enfermedad era muy reconocido.

Aunque la devoción al Santo mártir arranca de las primitivas comunidades cristianas, fue a lo largo de la Edad Media, y sobre todo en época de pestes y calamidades, cuando su invocación se generaliza.

Sebastián, hijo de padre militar y noble, era oriundo de Narbona, pero creció y fue educado en Milán. De muy joven emprendió la carrera militar y llegó a capitán de la primera cohorte de la guardia pretoriana, cargo que sólo se daba a personas ilustres. Era respetado por todos y apreciado por el emperador. Lo que ignoraba éste es que Sebastián fuera cristiano de corazón. El noble capitán cumplía con disciplina, pero no tomaba parte en los sacrificios a los dioses ni en otros actos que fueran de idolatría. No exteriorizaba su fe íntima; aunque se valía de su posición privilegiada para ejercer el apostolado seglar entre los compañeros de milicia y en ayudar ocultamente a los cristianos. Visitaba a los encarcelados por causa de Cristo, alentaba a los débiles y abatidos, daba ánimo a los que padecían tormento. Según la "pasión", intervino de un modo especial en sostener la fe de dos caballeros romanos, Marco y Marceliano, hermanos mártires, cuyo sepulcro fue identificado a principios del presente siglo cerca de la catacumba de San Sebastián.

La conducta de San Sebastián no era de cobardía, sino de cautela, y estaba de acuerdo con lo que, en distintas ocasiones, habían exhortado los prelados. El martirio se podía pedir a Dios, pero no se debía provocar, pues eso hubiera sido tentar a Dios, obligándole a conceder unas gracias especialísimas fuera de lo ordinario. El proceder de Sebastián fue, pues, el de simultanear, mientras pudo, el cargo de soldado del emperador pagano con el otro cargo de soldado de Cristo.

Esta situación duró hasta el día en que llegó la denuncia, en parte temida y en parte deseada, y se enteró el emperador. Maximiano le hizo comparecer a su presencia, reprochó su conducta y le colocó en la disyuntiva de abandonar su religión o perder el honroso cargo. Sebastián tuvo que escoger entonces una de las dos milicias. Como pudo más la convicción y su conciencia que la posición encumbrada y el bienestar material, escogió a Cristo. No soportó el emperador aquel desaire y le amenazó con la muerte. Pero Sebastián sentía por todo su ser la gracia sacramental de la confirmación que le empujaba al martirio y no dio el brazo a torcer. En vista de ello, Maximiano le condenó, sin más dilación, a morir asaeteado. Los sagitarios se lo llevaron al estadio del Palatino; desnudo lo ataron a un poste y lanzaron sobre él una lluvia de flechas. Luego se retiraron indiferentes, dejando el cuerpo erizado y dándolo por muerto.

Mas no fue así. Sus íntimos, que estaban al acecho, fueron allí y, encontrándolo vivo aún, lo desataron y se hicieron con él.

La "pasión" nos ha conservado el nombre de la santa matrona que lo escondió en su propia casa y le curó las heridas. Se llamaba Irene, y en los catálogos antiguos su nombre se encuentra entre los santos del día 22 de enero.

Pasado un tiempo, Sebastián quedó completamente restablecido. Sus íntimos le aconsejaban que se ausentara de Roma; mas él, que ya se había encariñado con la idea del martirio, en vez de esconderse se presentó un buen día ante el emperador y le pidió, con singular entereza, que dejara ya de perseguir a los cristianos. Maximiano, salido que hubo de su asombro, pues lo creía muerto, no se dejó ablandar, antes al contrario, enojado por todo aquello, le mandó azotar horriblemente hasta morir. Luego los soldados echaron el cuerpo en un albañal inmundo. Una piadosa mujer, de nombre Lucina, recogió sus venerables restos y los colocó en las catacumbas, en el lugar donde hoy se levanta la basílica que lleva su nombre.

Esta catacumba se halla a poco más de dos kilómetros de las antiguas murallas que circundaban la urbe romana. Durante el siglo IV, cuando la Iglesia pudo desenvolverse con toda libertad, se erigió una pequeña iglesia subterránea en el lugar de la tumba. En la parte superior edificaron, por el mismo tiempo, otra basílica de mayores proporciones, dedicada a San Pedro y San Pablo, pues desde el siglo anterior se venía dando culto a los dos apóstoles en aquella catacumba. Esta basílica cambió de nombre en el siglo IX y lleva desde entonces el del mártir Sebastián. Para el visitante de hoy, la iglesia ofrece un aspecto moderno, pero debajo de las molduras y estucos barrocos está la estructura romana del siglo IV. La estatua de San Sebastián, que preside el altar, obra de Giorgetti, es muy venerada por el pueblo romano. Cerca del lugar del martirio, en el Palatino, hay otra iglesia dedicada al santo mártir.

El culto a San Sebastián como protector contra la peste data de muy antiguo. En el año 680, la ciudad de Roma, estaba infectada de este mal. Entonces erigieron un altar con la imagen del Santo en la basílica de San Pedro. La gente fue a invocarle y, según rezan las crónicas, la peste cesó al punto. El hecho se divulgó rápidamente y desde entonces es invocado en todas partes. En España son innumerables los pueblos y ciudades que lo tienen como Patrón, las ermitas y capillas dedicadas en honor suyo y son muy pocas las parroquias rurales que no tengan el altar de San Sebastián. También data de muy antiguo en los anales de la Iglesia el invocar a San Sebastián contra los enemigos de la religión junto con otros dos santos caballeros, San Mauricio y San Jorge.

Por su general representación iconográfica de un joven atlético, semidesnudo, apuesto y bello, es llamado el Apolo cristiano, siendo uno de los santos más reproducidos en las diferentes técnicas y expresiones artísticas.

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Comentario:

Vida de San Sebastián

San Sebastián es un Santo bastante secundario en el Santoral actual, reformado después del Concilio Vaticano II. Sin embargo, durante toda la Edad Media su devoción fue muy extendida y su patrocinio sobre la salud y contra toda enfermedad era muy reconocido.

Aunque la devoción al Santo mártir arranca de las primitivas comunidades cristianas, fue a lo largo de la Edad Media, y sobre todo en época de pestes y calamidades, cuando su invocación se generaliza.

Sebastián, hijo de padre militar y noble, era oriundo de Narbona, pero creció y fue educado en Milán. De muy joven emprendió la carrera militar y llegó a capitán de la primera cohorte de la guardia pretoriana, cargo que sólo se daba a personas ilustres. Era respetado por todos y apreciado por el emperador. Lo que ignoraba éste es que Sebastián fuera cristiano de corazón. El noble capitán cumplía con disciplina, pero no tomaba parte en los sacrificios a los dioses ni en otros actos que fueran de idolatría. No exteriorizaba su fe íntima; aunque se valía de su posición privilegiada para ejercer el apostolado seglar entre los compañeros de milicia y en ayudar ocultamente a los cristianos. Visitaba a los encarcelados por causa de Cristo, alentaba a los débiles y abatidos, daba ánimo a los que padecían tormento. Según la "pasión", intervino de un modo especial en sostener la fe de dos caballeros romanos, Marco y Marceliano, hermanos mártires, cuyo sepulcro fue identificado a principios del presente siglo cerca de la catacumba de San Sebastián.

La conducta de San Sebastián no era de cobardía, sino de cautela, y estaba de acuerdo con lo que, en distintas ocasiones, habían exhortado los prelados. El martirio se podía pedir a Dios, pero no se debía provocar, pues eso hubiera sido tentar a Dios, obligándole a conceder unas gracias especialísimas fuera de lo ordinario. El proceder de Sebastián fue, pues, el de simultanear, mientras pudo, el cargo de soldado del emperador pagano con el otro cargo de soldado de Cristo.

Esta situación duró hasta el día en que llegó la denuncia, en parte temida y en parte deseada, y se enteró el emperador. Maximiano le hizo comparecer a su presencia, reprochó su conducta y le colocó en la disyuntiva de abandonar su religión o perder el honroso cargo. Sebastián tuvo que escoger entonces una de las dos milicias. Como pudo más la convicción y su conciencia que la posición encumbrada y el bienestar material, escogió a Cristo. No soportó el emperador aquel desaire y le amenazó con la muerte. Pero Sebastián sentía por todo su ser la gracia sacramental de la confirmación que le empujaba al martirio y no dio el brazo a torcer. En vista de ello, Maximiano le condenó, sin más dilación, a morir asaeteado. Los sagitarios se lo llevaron al estadio del Palatino; desnudo lo ataron a un poste y lanzaron sobre él una lluvia de flechas. Luego se retiraron indiferentes, dejando el cuerpo erizado y dándolo por muerto.

Mas no fue así. Sus íntimos, que estaban al acecho, fueron allí y, encontrándolo vivo aún, lo desataron y se hicieron con él.

La "pasión" nos ha conservado el nombre de la santa matrona que lo escondió en su propia casa y le curó las heridas. Se llamaba Irene, y en los catálogos antiguos su nombre se encuentra entre los santos del día 22 de enero.

Pasado un tiempo, Sebastián quedó completamente restablecido. Sus íntimos le aconsejaban que se ausentara de Roma; mas él, que ya se había encariñado con la idea del martirio, en vez de esconderse se presentó un buen día ante el emperador y le pidió, con singular entereza, que dejara ya de perseguir a los cristianos. Maximiano, salido que hubo de su asombro, pues lo creía muerto, no se dejó ablandar, antes al contrario, enojado por todo aquello, le mandó azotar horriblemente hasta morir. Luego los soldados echaron el cuerpo en un albañal inmundo. Una piadosa mujer, de nombre Lucina, recogió sus venerables restos y los colocó en las catacumbas, en el lugar donde hoy se levanta la basílica que lleva su nombre.

Esta catacumba se halla a poco más de dos kilómetros de las antiguas murallas que circundaban la urbe romana. Durante el siglo IV, cuando la Iglesia pudo desenvolverse con toda libertad, se erigió una pequeña iglesia subterránea en el lugar de la tumba. En la parte superior edificaron, por el mismo tiempo, otra basílica de mayores proporciones, dedicada a San Pedro y San Pablo, pues desde el siglo anterior se venía dando culto a los dos apóstoles en aquella catacumba. Esta basílica cambió de nombre en el siglo IX y lleva desde entonces el del mártir Sebastián. Para el visitante de hoy, la iglesia ofrece un aspecto moderno, pero debajo de las molduras y estucos barrocos está la estructura romana del siglo IV. La estatua de San Sebastián, que preside el altar, obra de Giorgetti, es muy venerada por el pueblo romano. Cerca del lugar del martirio, en el Palatino, hay otra iglesia dedicada al santo mártir.

El culto a San Sebastián como protector contra la peste data de muy antiguo. En el año 680, la ciudad de Roma, estaba infectada de este mal. Entonces erigieron un altar con la imagen del Santo en la basílica de San Pedro. La gente fue a invocarle y, según rezan las crónicas, la peste cesó al punto. El hecho se divulgó rápidamente y desde entonces es invocado en todas partes. En España son innumerables los pueblos y ciudades que lo tienen como Patrón, las ermitas y capillas dedicadas en honor suyo y son muy pocas las parroquias rurales que no tengan el altar de San Sebastián. También data de muy antiguo en los anales de la Iglesia el invocar a San Sebastián contra los enemigos de la religión junto con otros dos santos caballeros, San Mauricio y San Jorge.

Por su general representación iconográfica de un joven atlético, semidesnudo, apuesto y bello, es llamado el Apolo cristiano, siendo uno de los santos más reproducidos en las diferentes técnicas y expresiones artísticas.

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Vida de San Sebastián

San Sebastián es un Santo bastante secundario en el Santoral actual, reformado después del Concilio Vaticano II. Sin embargo, durante toda la Edad Media su devoción fue muy extendida y su patrocinio sobre la salud y contra toda enfermedad era muy reconocido.

Aunque la devoción al Santo mártir arranca de las primitivas comunidades cristianas, fue a lo largo de la Edad Media, y sobre todo en época de pestes y calamidades, cuando su invocación se generaliza.

Sebastián, hijo de padre militar y noble, era oriundo de Narbona, pero creció y fue educado en Milán. De muy joven emprendió la carrera militar y llegó a capitán de la primera cohorte de la guardia pretoriana, cargo que sólo se daba a personas ilustres. Era respetado por todos y apreciado por el emperador. Lo que ignoraba éste es que Sebastián fuera cristiano de corazón. El noble capitán cumplía con disciplina, pero no tomaba parte en los sacrificios a los dioses ni en otros actos que fueran de idolatría. No exteriorizaba su fe íntima; aunque se valía de su posición privilegiada para ejercer el apostolado seglar entre los compañeros de milicia y en ayudar ocultamente a los cristianos. Visitaba a los encarcelados por causa de Cristo, alentaba a los débiles y abatidos, daba ánimo a los que padecían tormento. Según la "pasión", intervino de un modo especial en sostener la fe de dos caballeros romanos, Marco y Marceliano, hermanos mártires, cuyo sepulcro fue identificado a principios del presente siglo cerca de la catacumba de San Sebastián.

La conducta de San Sebastián no era de cobardía, sino de cautela, y estaba de acuerdo con lo que, en distintas ocasiones, habían exhortado los prelados. El martirio se podía pedir a Dios, pero no se debía provocar, pues eso hubiera sido tentar a Dios, obligándole a conceder unas gracias especialísimas fuera de lo ordinario. El proceder de Sebastián fue, pues, el de simultanear, mientras pudo, el cargo de soldado del emperador pagano con el otro cargo de soldado de Cristo.

Esta situación duró hasta el día en que llegó la denuncia, en parte temida y en parte deseada, y se enteró el emperador. Maximiano le hizo comparecer a su presencia, reprochó su conducta y le colocó en la disyuntiva de abandonar su religión o perder el honroso cargo. Sebastián tuvo que escoger entonces una de las dos milicias. Como pudo más la convicción y su conciencia que la posición encumbrada y el bienestar material, escogió a Cristo. No soportó el emperador aquel desaire y le amenazó con la muerte. Pero Sebastián sentía por todo su ser la gracia sacramental de la confirmación que le empujaba al martirio y no dio el brazo a torcer. En vista de ello, Maximiano le condenó, sin más dilación, a morir asaeteado. Los sagitarios se lo llevaron al estadio del Palatino; desnudo lo ataron a un poste y lanzaron sobre él una lluvia de flechas. Luego se retiraron indiferentes, dejando el cuerpo erizado y dándolo por muerto.

Mas no fue así. Sus íntimos, que estaban al acecho, fueron allí y, encontrándolo vivo aún, lo desataron y se hicieron con él.

La "pasión" nos ha conservado el nombre de la santa matrona que lo escondió en su propia casa y le curó las heridas. Se llamaba Irene, y en los catálogos antiguos su nombre se encuentra entre los santos del día 22 de enero.

Pasado un tiempo, Sebastián quedó completamente restablecido. Sus íntimos le aconsejaban que se ausentara de Roma; mas él, que ya se había encariñado con la idea del martirio, en vez de esconderse se presentó un buen día ante el emperador y le pidió, con singular entereza, que dejara ya de perseguir a los cristianos. Maximiano, salido que hubo de su asombro, pues lo creía muerto, no se dejó ablandar, antes al contrario, enojado por todo aquello, le mandó azotar horriblemente hasta morir. Luego los soldados echaron el cuerpo en un albañal inmundo. Una piadosa mujer, de nombre Lucina, recogió sus venerables restos y los colocó en las catacumbas, en el lugar donde hoy se levanta la basílica que lleva su nombre.

Esta catacumba se halla a poco más de dos kilómetros de las antiguas murallas que circundaban la urbe romana. Durante el siglo IV, cuando la Iglesia pudo desenvolverse con toda libertad, se erigió una pequeña iglesia subterránea en el lugar de la tumba. En la parte superior edificaron, por el mismo tiempo, otra basílica de mayores proporciones, dedicada a San Pedro y San Pablo, pues desde el siglo anterior se venía dando culto a los dos apóstoles en aquella catacumba. Esta basílica cambió de nombre en el siglo IX y lleva desde entonces el del mártir Sebastián. Para el visitante de hoy, la iglesia ofrece un aspecto moderno, pero debajo de las molduras y estucos barrocos está la estructura romana del siglo IV. La estatua de San Sebastián, que preside el altar, obra de Giorgetti, es muy venerada por el pueblo romano. Cerca del lugar del martirio, en el Palatino, hay otra iglesia dedicada al santo mártir.

El culto a San Sebastián como protector contra la peste data de muy antiguo. En el año 680, la ciudad de Roma, estaba infectada de este mal. Entonces erigieron un altar con la imagen del Santo en la basílica de San Pedro. La gente fue a invocarle y, según rezan las crónicas, la peste cesó al punto. El hecho se divulgó rápidamente y desde entonces es invocado en todas partes. En España son innumerables los pueblos y ciudades que lo tienen como Patrón, las ermitas y capillas dedicadas en honor suyo y son muy pocas las parroquias rurales que no tengan el altar de San Sebastián. También data de muy antiguo en los anales de la Iglesia el invocar a San Sebastián contra los enemigos de la religión junto con otros dos santos caballeros, San Mauricio y San Jorge.

Por su general representación iconográfica de un joven atlético, semidesnudo, apuesto y bello, es llamado el Apolo cristiano, siendo uno de los santos más reproducidos en las diferentes técnicas y expresiones artísticas.

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San Sebastián es un Santo bastante secundario en el Santoral actual, reformado después del Concilio Vaticano II. Sin embargo, durante toda la Edad Media su devoción fue muy extendida y su patrocinio sobre la salud y contra toda enfermedad era muy reconocido.

Aunque la devoción al Santo mártir arranca de las primitivas comunidades cristianas, fue a lo largo de la Edad Media, y sobre todo en época de pestes y calamidades, cuando su invocación se generaliza.

Sebastián, hijo de padre militar y noble, era oriundo de Narbona, pero creció y fue educado en Milán. De muy joven emprendió la carrera militar y llegó a capitán de la primera cohorte de la guardia pretoriana, cargo que sólo se daba a personas ilustres. Era respetado por todos y apreciado por el emperador. Lo que ignoraba éste es que Sebastián fuera cristiano de corazón. El noble capitán cumplía con disciplina, pero no tomaba parte en los sacrificios a los dioses ni en otros actos que fueran de idolatría. No exteriorizaba su fe íntima; aunque se valía de su posición privilegiada para ejercer el apostolado seglar entre los compañeros de milicia y en ayudar ocultamente a los cristianos. Visitaba a los encarcelados por causa de Cristo, alentaba a los débiles y abatidos, daba ánimo a los que padecían tormento. Según la "pasión", intervino de un modo especial en sostener la fe de dos caballeros romanos, Marco y Marceliano, hermanos mártires, cuyo sepulcro fue identificado a principios del presente siglo cerca de la catacumba de San Sebastián.

La conducta de San Sebastián no era de cobardía, sino de cautela, y estaba de acuerdo con lo que, en distintas ocasiones, habían exhortado los prelados. El martirio se podía pedir a Dios, pero no se debía provocar, pues eso hubiera sido tentar a Dios, obligándole a conceder unas gracias especialísimas fuera de lo ordinario. El proceder de Sebastián fue, pues, el de simultanear, mientras pudo, el cargo de soldado del emperador pagano con el otro cargo de soldado de Cristo.

Esta situación duró hasta el día en que llegó la denuncia, en parte temida y en parte deseada, y se enteró el emperador. Maximiano le hizo comparecer a su presencia, reprochó su conducta y le colocó en la disyuntiva de abandonar su religión o perder el honroso cargo. Sebastián tuvo que escoger entonces una de las dos milicias. Como pudo más la convicción y su conciencia que la posición encumbrada y el bienestar material, escogió a Cristo. No soportó el emperador aquel desaire y le amenazó con la muerte. Pero Sebastián sentía por todo su ser la gracia sacramental de la confirmación que le empujaba al martirio y no dio el brazo a torcer. En vista de ello, Maximiano le condenó, sin más dilación, a morir asaeteado. Los sagitarios se lo llevaron al estadio del Palatino; desnudo lo ataron a un poste y lanzaron sobre él una lluvia de flechas. Luego se retiraron indiferentes, dejando el cuerpo erizado y dándolo por muerto.

Mas no fue así. Sus íntimos, que estaban al acecho, fueron allí y, encontrándolo vivo aún, lo desataron y se hicieron con él.

La "pasión" nos ha conservado el nombre de la santa matrona que lo escondió en su propia casa y le curó las heridas. Se llamaba Irene, y en los catálogos antiguos su nombre se encuentra entre los santos del día 22 de enero.

Pasado un tiempo, Sebastián quedó completamente restablecido. Sus íntimos le aconsejaban que se ausentara de Roma; mas él, que ya se había encariñado con la idea del martirio, en vez de esconderse se presentó un buen día ante el emperador y le pidió, con singular entereza, que dejara ya de perseguir a los cristianos. Maximiano, salido que hubo de su asombro, pues lo creía muerto, no se dejó ablandar, antes al contrario, enojado por todo aquello, le mandó azotar horriblemente hasta morir. Luego los soldados echaron el cuerpo en un albañal inmundo. Una piadosa mujer, de nombre Lucina, recogió sus venerables restos y los colocó en las catacumbas, en el lugar donde hoy se levanta la basílica que lleva su nombre.

Esta catacumba se halla a poco más de dos kilómetros de las antiguas murallas que circundaban la urbe romana. Durante el siglo IV, cuando la Iglesia pudo desenvolverse con toda libertad, se erigió una pequeña iglesia subterránea en el lugar de la tumba. En la parte superior edificaron, por el mismo tiempo, otra basílica de mayores proporciones, dedicada a San Pedro y San Pablo, pues desde el siglo anterior se venía dando culto a los dos apóstoles en aquella catacumba. Esta basílica cambió de nombre en el siglo IX y lleva desde entonces el del mártir Sebastián. Para el visitante de hoy, la iglesia ofrece un aspecto moderno, pero debajo de las molduras y estucos barrocos está la estructura romana del siglo IV. La estatua de San Sebastián, que preside el altar, obra de Giorgetti, es muy venerada por el pueblo romano. Cerca del lugar del martirio, en el Palatino, hay otra iglesia dedicada al santo mártir.

El culto a San Sebastián como protector contra la peste data de muy antiguo. En el año 680, la ciudad de Roma, estaba infectada de este mal. Entonces erigieron un altar con la imagen del Santo en la basílica de San Pedro. La gente fue a invocarle y, según rezan las crónicas, la peste cesó al punto. El hecho se divulgó rápidamente y desde entonces es invocado en todas partes. En España son innumerables los pueblos y ciudades que lo tienen como Patrón, las ermitas y capillas dedicadas en honor suyo y son muy pocas las parroquias rurales que no tengan el altar de San Sebastián. También data de muy antiguo en los anales de la Iglesia el invocar a San Sebastián contra los enemigos de la religión junto con otros dos santos caballeros, San Mauricio y San Jorge.

Por su general representación iconográfica de un joven atlético, semidesnudo, apuesto y bello, es llamado el Apolo cristiano, siendo uno de los santos más reproducidos en las diferentes técnicas y expresiones artísticas.

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San Sebastián es un Santo bastante secundario en el Santoral actual, reformado después del Concilio Vaticano II. Sin embargo, durante toda la Edad Media su devoción fue muy extendida y su patrocinio sobre la salud y contra toda enfermedad era muy reconocido.

Aunque la devoción al Santo mártir arranca de las primitivas comunidades cristianas, fue a lo largo de la Edad Media, y sobre todo en época de pestes y calamidades, cuando su invocación se generaliza.

Sebastián, hijo de padre militar y noble, era oriundo de Narbona, pero creció y fue educado en Milán. De muy joven emprendió la carrera militar y llegó a capitán de la primera cohorte de la guardia pretoriana, cargo que sólo se daba a personas ilustres. Era respetado por todos y apreciado por el emperador. Lo que ignoraba éste es que Sebastián fuera cristiano de corazón. El noble capitán cumplía con disciplina, pero no tomaba parte en los sacrificios a los dioses ni en otros actos que fueran de idolatría. No exteriorizaba su fe íntima; aunque se valía de su posición privilegiada para ejercer el apostolado seglar entre los compañeros de milicia y en ayudar ocultamente a los cristianos. Visitaba a los encarcelados por causa de Cristo, alentaba a los débiles y abatidos, daba ánimo a los que padecían tormento. Según la "pasión", intervino de un modo especial en sostener la fe de dos caballeros romanos, Marco y Marceliano, hermanos mártires, cuyo sepulcro fue identificado a principios del presente siglo cerca de la catacumba de San Sebastián.

La conducta de San Sebastián no era de cobardía, sino de cautela, y estaba de acuerdo con lo que, en distintas ocasiones, habían exhortado los prelados. El martirio se podía pedir a Dios, pero no se debía provocar, pues eso hubiera sido tentar a Dios, obligándole a conceder unas gracias especialísimas fuera de lo ordinario. El proceder de Sebastián fue, pues, el de simultanear, mientras pudo, el cargo de soldado del emperador pagano con el otro cargo de soldado de Cristo.

Esta situación duró hasta el día en que llegó la denuncia, en parte temida y en parte deseada, y se enteró el emperador. Maximiano le hizo comparecer a su presencia, reprochó su conducta y le colocó en la disyuntiva de abandonar su religión o perder el honroso cargo. Sebastián tuvo que escoger entonces una de las dos milicias. Como pudo más la convicción y su conciencia que la posición encumbrada y el bienestar material, escogió a Cristo. No soportó el emperador aquel desaire y le amenazó con la muerte. Pero Sebastián sentía por todo su ser la gracia sacramental de la confirmación que le empujaba al martirio y no dio el brazo a torcer. En vista de ello, Maximiano le condenó, sin más dilación, a morir asaeteado. Los sagitarios se lo llevaron al estadio del Palatino; desnudo lo ataron a un poste y lanzaron sobre él una lluvia de flechas. Luego se retiraron indiferentes, dejando el cuerpo erizado y dándolo por muerto.

Mas no fue así. Sus íntimos, que estaban al acecho, fueron allí y, encontrándolo vivo aún, lo desataron y se hicieron con él.

La "pasión" nos ha conservado el nombre de la santa matrona que lo escondió en su propia casa y le curó las heridas. Se llamaba Irene, y en los catálogos antiguos su nombre se encuentra entre los santos del día 22 de enero.

Pasado un tiempo, Sebastián quedó completamente restablecido. Sus íntimos le aconsejaban que se ausentara de Roma; mas él, que ya se había encariñado con la idea del martirio, en vez de esconderse se presentó un buen día ante el emperador y le pidió, con singular entereza, que dejara ya de perseguir a los cristianos. Maximiano, salido que hubo de su asombro, pues lo creía muerto, no se dejó ablandar, antes al contrario, enojado por todo aquello, le mandó azotar horriblemente hasta morir. Luego los soldados echaron el cuerpo en un albañal inmundo. Una piadosa mujer, de nombre Lucina, recogió sus venerables restos y los colocó en las catacumbas, en el lugar donde hoy se levanta la basílica que lleva su nombre.

Esta catacumba se halla a poco más de dos kilómetros de las antiguas murallas que circundaban la urbe romana. Durante el siglo IV, cuando la Iglesia pudo desenvolverse con toda libertad, se erigió una pequeña iglesia subterránea en el lugar de la tumba. En la parte superior edificaron, por el mismo tiempo, otra basílica de mayores proporciones, dedicada a San Pedro y San Pablo, pues desde el siglo anterior se venía dando culto a los dos apóstoles en aquella catacumba. Esta basílica cambió de nombre en el siglo IX y lleva desde entonces el del mártir Sebastián. Para el visitante de hoy, la iglesia ofrece un aspecto moderno, pero debajo de las molduras y estucos barrocos está la estructura romana del siglo IV. La estatua de San Sebastián, que preside el altar, obra de Giorgetti, es muy venerada por el pueblo romano. Cerca del lugar del martirio, en el Palatino, hay otra iglesia dedicada al santo mártir.

El culto a San Sebastián como protector contra la peste data de muy antiguo. En el año 680, la ciudad de Roma, estaba infectada de este mal. Entonces erigieron un altar con la imagen del Santo en la basílica de San Pedro. La gente fue a invocarle y, según rezan las crónicas, la peste cesó al punto. El hecho se divulgó rápidamente y desde entonces es invocado en todas partes. En España son innumerables los pueblos y ciudades que lo tienen como Patrón, las ermitas y capillas dedicadas en honor suyo y son muy pocas las parroquias rurales que no tengan el altar de San Sebastián. También data de muy antiguo en los anales de la Iglesia el invocar a San Sebastián contra los enemigos de la religión junto con otros dos santos caballeros, San Mauricio y San Jorge.

Por su general representación iconográfica de un joven atlético, semidesnudo, apuesto y bello, es llamado el Apolo cristiano, siendo uno de los santos más reproducidos en las diferentes técnicas y expresiones artísticas.

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San Sebastián es un Santo bastante secundario en el Santoral actual, reformado después del Concilio Vaticano II. Sin embargo, durante toda la Edad Media su devoción fue muy extendida y su patrocinio sobre la salud y contra toda enfermedad era muy reconocido.

Aunque la devoción al Santo mártir arranca de las primitivas comunidades cristianas, fue a lo largo de la Edad Media, y sobre todo en época de pestes y calamidades, cuando su invocación se generaliza.

Sebastián, hijo de padre militar y noble, era oriundo de Narbona, pero creció y fue educado en Milán. De muy joven emprendió la carrera militar y llegó a capitán de la primera cohorte de la guardia pretoriana, cargo que sólo se daba a personas ilustres. Era respetado por todos y apreciado por el emperador. Lo que ignoraba éste es que Sebastián fuera cristiano de corazón. El noble capitán cumplía con disciplina, pero no tomaba parte en los sacrificios a los dioses ni en otros actos que fueran de idolatría. No exteriorizaba su fe íntima; aunque se valía de su posición privilegiada para ejercer el apostolado seglar entre los compañeros de milicia y en ayudar ocultamente a los cristianos. Visitaba a los encarcelados por causa de Cristo, alentaba a los débiles y abatidos, daba ánimo a los que padecían tormento. Según la "pasión", intervino de un modo especial en sostener la fe de dos caballeros romanos, Marco y Marceliano, hermanos mártires, cuyo sepulcro fue identificado a principios del presente siglo cerca de la catacumba de San Sebastián.

La conducta de San Sebastián no era de cobardía, sino de cautela, y estaba de acuerdo con lo que, en distintas ocasiones, habían exhortado los prelados. El martirio se podía pedir a Dios, pero no se debía provocar, pues eso hubiera sido tentar a Dios, obligándole a conceder unas gracias especialísimas fuera de lo ordinario. El proceder de Sebastián fue, pues, el de simultanear, mientras pudo, el cargo de soldado del emperador pagano con el otro cargo de soldado de Cristo.

Esta situación duró hasta el día en que llegó la denuncia, en parte temida y en parte deseada, y se enteró el emperador. Maximiano le hizo comparecer a su presencia, reprochó su conducta y le colocó en la disyuntiva de abandonar su religión o perder el honroso cargo. Sebastián tuvo que escoger entonces una de las dos milicias. Como pudo más la convicción y su conciencia que la posición encumbrada y el bienestar material, escogió a Cristo. No soportó el emperador aquel desaire y le amenazó con la muerte. Pero Sebastián sentía por todo su ser la gracia sacramental de la confirmación que le empujaba al martirio y no dio el brazo a torcer. En vista de ello, Maximiano le condenó, sin más dilación, a morir asaeteado. Los sagitarios se lo llevaron al estadio del Palatino; desnudo lo ataron a un poste y lanzaron sobre él una lluvia de flechas. Luego se retiraron indiferentes, dejando el cuerpo erizado y dándolo por muerto.

Mas no fue así. Sus íntimos, que estaban al acecho, fueron allí y, encontrándolo vivo aún, lo desataron y se hicieron con él.

La "pasión" nos ha conservado el nombre de la santa matrona que lo escondió en su propia casa y le curó las heridas. Se llamaba Irene, y en los catálogos antiguos su nombre se encuentra entre los santos del día 22 de enero.

Pasado un tiempo, Sebastián quedó completamente restablecido. Sus íntimos le aconsejaban que se ausentara de Roma; mas él, que ya se había encariñado con la idea del martirio, en vez de esconderse se presentó un buen día ante el emperador y le pidió, con singular entereza, que dejara ya de perseguir a los cristianos. Maximiano, salido que hubo de su asombro, pues lo creía muerto, no se dejó ablandar, antes al contrario, enojado por todo aquello, le mandó azotar horriblemente hasta morir. Luego los soldados echaron el cuerpo en un albañal inmundo. Una piadosa mujer, de nombre Lucina, recogió sus venerables restos y los colocó en las catacumbas, en el lugar donde hoy se levanta la basílica que lleva su nombre.

Esta catacumba se halla a poco más de dos kilómetros de las antiguas murallas que circundaban la urbe romana. Durante el siglo IV, cuando la Iglesia pudo desenvolverse con toda libertad, se erigió una pequeña iglesia subterránea en el lugar de la tumba. En la parte superior edificaron, por el mismo tiempo, otra basílica de mayores proporciones, dedicada a San Pedro y San Pablo, pues desde el siglo anterior se venía dando culto a los dos apóstoles en aquella catacumba. Esta basílica cambió de nombre en el siglo IX y lleva desde entonces el del mártir Sebastián. Para el visitante de hoy, la iglesia ofrece un aspecto moderno, pero debajo de las molduras y estucos barrocos está la estructura romana del siglo IV. La estatua de San Sebastián, que preside el altar, obra de Giorgetti, es muy venerada por el pueblo romano. Cerca del lugar del martirio, en el Palatino, hay otra iglesia dedicada al santo mártir.

El culto a San Sebastián como protector contra la peste data de muy antiguo. En el año 680, la ciudad de Roma, estaba infectada de este mal. Entonces erigieron un altar con la imagen del Santo en la basílica de San Pedro. La gente fue a invocarle y, según rezan las crónicas, la peste cesó al punto. El hecho se divulgó rápidamente y desde entonces es invocado en todas partes. En España son innumerables los pueblos y ciudades que lo tienen como Patrón, las ermitas y capillas dedicadas en honor suyo y son muy pocas las parroquias rurales que no tengan el altar de San Sebastián. También data de muy antiguo en los anales de la Iglesia el invocar a San Sebastián contra los enemigos de la religión junto con otros dos santos caballeros, San Mauricio y San Jorge.

Por su general representación iconográfica de un joven atlético, semidesnudo, apuesto y bello, es llamado el Apolo cristiano, siendo uno de los santos más reproducidos en las diferentes técnicas y expresiones artísticas.

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San Sebastián es un Santo bastante secundario en el Santoral actual, reformado después del Concilio Vaticano II. Sin embargo, durante toda la Edad Media su devoción fue muy extendida y su patrocinio sobre la salud y contra toda enfermedad era muy reconocido.

Aunque la devoción al Santo mártir arranca de las primitivas comunidades cristianas, fue a lo largo de la Edad Media, y sobre todo en época de pestes y calamidades, cuando su invocación se generaliza.

Sebastián, hijo de padre militar y noble, era oriundo de Narbona, pero creció y fue educado en Milán. De muy joven emprendió la carrera militar y llegó a capitán de la primera cohorte de la guardia pretoriana, cargo que sólo se daba a personas ilustres. Era respetado por todos y apreciado por el emperador. Lo que ignoraba éste es que Sebastián fuera cristiano de corazón. El noble capitán cumplía con disciplina, pero no tomaba parte en los sacrificios a los dioses ni en otros actos que fueran de idolatría. No exteriorizaba su fe íntima; aunque se valía de su posición privilegiada para ejercer el apostolado seglar entre los compañeros de milicia y en ayudar ocultamente a los cristianos. Visitaba a los encarcelados por causa de Cristo, alentaba a los débiles y abatidos, daba ánimo a los que padecían tormento. Según la "pasión", intervino de un modo especial en sostener la fe de dos caballeros romanos, Marco y Marceliano, hermanos mártires, cuyo sepulcro fue identificado a principios del presente siglo cerca de la catacumba de San Sebastián.

La conducta de San Sebastián no era de cobardía, sino de cautela, y estaba de acuerdo con lo que, en distintas ocasiones, habían exhortado los prelados. El martirio se podía pedir a Dios, pero no se debía provocar, pues eso hubiera sido tentar a Dios, obligándole a conceder unas gracias especialísimas fuera de lo ordinario. El proceder de Sebastián fue, pues, el de simultanear, mientras pudo, el cargo de soldado del emperador pagano con el otro cargo de soldado de Cristo.

Esta situación duró hasta el día en que llegó la denuncia, en parte temida y en parte deseada, y se enteró el emperador. Maximiano le hizo comparecer a su presencia, reprochó su conducta y le colocó en la disyuntiva de abandonar su religión o perder el honroso cargo. Sebastián tuvo que escoger entonces una de las dos milicias. Como pudo más la convicción y su conciencia que la posición encumbrada y el bienestar material, escogió a Cristo. No soportó el emperador aquel desaire y le amenazó con la muerte. Pero Sebastián sentía por todo su ser la gracia sacramental de la confirmación que le empujaba al martirio y no dio el brazo a torcer. En vista de ello, Maximiano le condenó, sin más dilación, a morir asaeteado. Los sagitarios se lo llevaron al estadio del Palatino; desnudo lo ataron a un poste y lanzaron sobre él una lluvia de flechas. Luego se retiraron indiferentes, dejando el cuerpo erizado y dándolo por muerto.

Mas no fue así. Sus íntimos, que estaban al acecho, fueron allí y, encontrándolo vivo aún, lo desataron y se hicieron con él.

La "pasión" nos ha conservado el nombre de la santa matrona que lo escondió en su propia casa y le curó las heridas. Se llamaba Irene, y en los catálogos antiguos su nombre se encuentra entre los santos del día 22 de enero.

Pasado un tiempo, Sebastián quedó completamente restablecido. Sus íntimos le aconsejaban que se ausentara de Roma; mas él, que ya se había encariñado con la idea del martirio, en vez de esconderse se presentó un buen día ante el emperador y le pidió, con singular entereza, que dejara ya de perseguir a los cristianos. Maximiano, salido que hubo de su asombro, pues lo creía muerto, no se dejó ablandar, antes al contrario, enojado por todo aquello, le mandó azotar horriblemente hasta morir. Luego los soldados echaron el cuerpo en un albañal inmundo. Una piadosa mujer, de nombre Lucina, recogió sus venerables restos y los colocó en las catacumbas, en el lugar donde hoy se levanta la basílica que lleva su nombre.

Esta catacumba se halla a poco más de dos kilómetros de las antiguas murallas que circundaban la urbe romana. Durante el siglo IV, cuando la Iglesia pudo desenvolverse con toda libertad, se erigió una pequeña iglesia subterránea en el lugar de la tumba. En la parte superior edificaron, por el mismo tiempo, otra basílica de mayores proporciones, dedicada a San Pedro y San Pablo, pues desde el siglo anterior se venía dando culto a los dos apóstoles en aquella catacumba. Esta basílica cambió de nombre en el siglo IX y lleva desde entonces el del mártir Sebastián. Para el visitante de hoy, la iglesia ofrece un aspecto moderno, pero debajo de las molduras y estucos barrocos está la estructura romana del siglo IV. La estatua de San Sebastián, que preside el altar, obra de Giorgetti, es muy venerada por el pueblo romano. Cerca del lugar del martirio, en el Palatino, hay otra iglesia dedicada al santo mártir.

El culto a San Sebastián como protector contra la peste data de muy antiguo. En el año 680, la ciudad de Roma, estaba infectada de este mal. Entonces erigieron un altar con la imagen del Santo en la basílica de San Pedro. La gente fue a invocarle y, según rezan las crónicas, la peste cesó al punto. El hecho se divulgó rápidamente y desde entonces es invocado en todas partes. En España son innumerables los pueblos y ciudades que lo tienen como Patrón, las ermitas y capillas dedicadas en honor suyo y son muy pocas las parroquias rurales que no tengan el altar de San Sebastián. También data de muy antiguo en los anales de la Iglesia el invocar a San Sebastián contra los enemigos de la religión junto con otros dos santos caballeros, San Mauricio y San Jorge.

Por su general representación iconográfica de un joven atlético, semidesnudo, apuesto y bello, es llamado el Apolo cristiano, siendo uno de los santos más reproducidos en las diferentes técnicas y expresiones artísticas.

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(No será publicada)


Comentario:

Vida de San Sebastián

San Sebastián es un Santo bastante secundario en el Santoral actual, reformado después del Concilio Vaticano II. Sin embargo, durante toda la Edad Media su devoción fue muy extendida y su patrocinio sobre la salud y contra toda enfermedad era muy reconocido.

Aunque la devoción al Santo mártir arranca de las primitivas comunidades cristianas, fue a lo largo de la Edad Media, y sobre todo en época de pestes y calamidades, cuando su invocación se generaliza.

Sebastián, hijo de padre militar y noble, era oriundo de Narbona, pero creció y fue educado en Milán. De muy joven emprendió la carrera militar y llegó a capitán de la primera cohorte de la guardia pretoriana, cargo que sólo se daba a personas ilustres. Era respetado por todos y apreciado por el emperador. Lo que ignoraba éste es que Sebastián fuera cristiano de corazón. El noble capitán cumplía con disciplina, pero no tomaba parte en los sacrificios a los dioses ni en otros actos que fueran de idolatría. No exteriorizaba su fe íntima; aunque se valía de su posición privilegiada para ejercer el apostolado seglar entre los compañeros de milicia y en ayudar ocultamente a los cristianos. Visitaba a los encarcelados por causa de Cristo, alentaba a los débiles y abatidos, daba ánimo a los que padecían tormento. Según la "pasión", intervino de un modo especial en sostener la fe de dos caballeros romanos, Marco y Marceliano, hermanos mártires, cuyo sepulcro fue identificado a principios del presente siglo cerca de la catacumba de San Sebastián.

La conducta de San Sebastián no era de cobardía, sino de cautela, y estaba de acuerdo con lo que, en distintas ocasiones, habían exhortado los prelados. El martirio se podía pedir a Dios, pero no se debía provocar, pues eso hubiera sido tentar a Dios, obligándole a conceder unas gracias especialísimas fuera de lo ordinario. El proceder de Sebastián fue, pues, el de simultanear, mientras pudo, el cargo de soldado del emperador pagano con el otro cargo de soldado de Cristo.

Esta situación duró hasta el día en que llegó la denuncia, en parte temida y en parte deseada, y se enteró el emperador. Maximiano le hizo comparecer a su presencia, reprochó su conducta y le colocó en la disyuntiva de abandonar su religión o perder el honroso cargo. Sebastián tuvo que escoger entonces una de las dos milicias. Como pudo más la convicción y su conciencia que la posición encumbrada y el bienestar material, escogió a Cristo. No soportó el emperador aquel desaire y le amenazó con la muerte. Pero Sebastián sentía por todo su ser la gracia sacramental de la confirmación que le empujaba al martirio y no dio el brazo a torcer. En vista de ello, Maximiano le condenó, sin más dilación, a morir asaeteado. Los sagitarios se lo llevaron al estadio del Palatino; desnudo lo ataron a un poste y lanzaron sobre él una lluvia de flechas. Luego se retiraron indiferentes, dejando el cuerpo erizado y dándolo por muerto.

Mas no fue así. Sus íntimos, que estaban al acecho, fueron allí y, encontrándolo vivo aún, lo desataron y se hicieron con él.

La "pasión" nos ha conservado el nombre de la santa matrona que lo escondió en su propia casa y le curó las heridas. Se llamaba Irene, y en los catálogos antiguos su nombre se encuentra entre los santos del día 22 de enero.

Pasado un tiempo, Sebastián quedó completamente restablecido. Sus íntimos le aconsejaban que se ausentara de Roma; mas él, que ya se había encariñado con la idea del martirio, en vez de esconderse se presentó un buen día ante el emperador y le pidió, con singular entereza, que dejara ya de perseguir a los cristianos. Maximiano, salido que hubo de su asombro, pues lo creía muerto, no se dejó ablandar, antes al contrario, enojado por todo aquello, le mandó azotar horriblemente hasta morir. Luego los soldados echaron el cuerpo en un albañal inmundo. Una piadosa mujer, de nombre Lucina, recogió sus venerables restos y los colocó en las catacumbas, en el lugar donde hoy se levanta la basílica que lleva su nombre.

Esta catacumba se halla a poco más de dos kilómetros de las antiguas murallas que circundaban la urbe romana. Durante el siglo IV, cuando la Iglesia pudo desenvolverse con toda libertad, se erigió una pequeña iglesia subterránea en el lugar de la tumba. En la parte superior edificaron, por el mismo tiempo, otra basílica de mayores proporciones, dedicada a San Pedro y San Pablo, pues desde el siglo anterior se venía dando culto a los dos apóstoles en aquella catacumba. Esta basílica cambió de nombre en el siglo IX y lleva desde entonces el del mártir Sebastián. Para el visitante de hoy, la iglesia ofrece un aspecto moderno, pero debajo de las molduras y estucos barrocos está la estructura romana del siglo IV. La estatua de San Sebastián, que preside el altar, obra de Giorgetti, es muy venerada por el pueblo romano. Cerca del lugar del martirio, en el Palatino, hay otra iglesia dedicada al santo mártir.

El culto a San Sebastián como protector contra la peste data de muy antiguo. En el año 680, la ciudad de Roma, estaba infectada de este mal. Entonces erigieron un altar con la imagen del Santo en la basílica de San Pedro. La gente fue a invocarle y, según rezan las crónicas, la peste cesó al punto. El hecho se divulgó rápidamente y desde entonces es invocado en todas partes. En España son innumerables los pueblos y ciudades que lo tienen como Patrón, las ermitas y capillas dedicadas en honor suyo y son muy pocas las parroquias rurales que no tengan el altar de San Sebastián. También data de muy antiguo en los anales de la Iglesia el invocar a San Sebastián contra los enemigos de la religión junto con otros dos santos caballeros, San Mauricio y San Jorge.

Por su general representación iconográfica de un joven atlético, semidesnudo, apuesto y bello, es llamado el Apolo cristiano, siendo uno de los santos más reproducidos en las diferentes técnicas y expresiones artísticas.

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Vida de San Sebastián

San Sebastián es un Santo bastante secundario en el Santoral actual, reformado después del Concilio Vaticano II. Sin embargo, durante toda la Edad Media su devoción fue muy extendida y su patrocinio sobre la salud y contra toda enfermedad era muy reconocido.

Aunque la devoción al Santo mártir arranca de las primitivas comunidades cristianas, fue a lo largo de la Edad Media, y sobre todo en época de pestes y calamidades, cuando su invocación se generaliza.

Sebastián, hijo de padre militar y noble, era oriundo de Narbona, pero creció y fue educado en Milán. De muy joven emprendió la carrera militar y llegó a capitán de la primera cohorte de la guardia pretoriana, cargo que sólo se daba a personas ilustres. Era respetado por todos y apreciado por el emperador. Lo que ignoraba éste es que Sebastián fuera cristiano de corazón. El noble capitán cumplía con disciplina, pero no tomaba parte en los sacrificios a los dioses ni en otros actos que fueran de idolatría. No exteriorizaba su fe íntima; aunque se valía de su posición privilegiada para ejercer el apostolado seglar entre los compañeros de milicia y en ayudar ocultamente a los cristianos. Visitaba a los encarcelados por causa de Cristo, alentaba a los débiles y abatidos, daba ánimo a los que padecían tormento. Según la "pasión", intervino de un modo especial en sostener la fe de dos caballeros romanos, Marco y Marceliano, hermanos mártires, cuyo sepulcro fue identificado a principios del presente siglo cerca de la catacumba de San Sebastián.

La conducta de San Sebastián no era de cobardía, sino de cautela, y estaba de acuerdo con lo que, en distintas ocasiones, habían exhortado los prelados. El martirio se podía pedir a Dios, pero no se debía provocar, pues eso hubiera sido tentar a Dios, obligándole a conceder unas gracias especialísimas fuera de lo ordinario. El proceder de Sebastián fue, pues, el de simultanear, mientras pudo, el cargo de soldado del emperador pagano con el otro cargo de soldado de Cristo.

Esta situación duró hasta el día en que llegó la denuncia, en parte temida y en parte deseada, y se enteró el emperador. Maximiano le hizo comparecer a su presencia, reprochó su conducta y le colocó en la disyuntiva de abandonar su religión o perder el honroso cargo. Sebastián tuvo que escoger entonces una de las dos milicias. Como pudo más la convicción y su conciencia que la posición encumbrada y el bienestar material, escogió a Cristo. No soportó el emperador aquel desaire y le amenazó con la muerte. Pero Sebastián sentía por todo su ser la gracia sacramental de la confirmación que le empujaba al martirio y no dio el brazo a torcer. En vista de ello, Maximiano le condenó, sin más dilación, a morir asaeteado. Los sagitarios se lo llevaron al estadio del Palatino; desnudo lo ataron a un poste y lanzaron sobre él una lluvia de flechas. Luego se retiraron indiferentes, dejando el cuerpo erizado y dándolo por muerto.

Mas no fue así. Sus íntimos, que estaban al acecho, fueron allí y, encontrándolo vivo aún, lo desataron y se hicieron con él.

La "pasión" nos ha conservado el nombre de la santa matrona que lo escondió en su propia casa y le curó las heridas. Se llamaba Irene, y en los catálogos antiguos su nombre se encuentra entre los santos del día 22 de enero.

Pasado un tiempo, Sebastián quedó completamente restablecido. Sus íntimos le aconsejaban que se ausentara de Roma; mas él, que ya se había encariñado con la idea del martirio, en vez de esconderse se presentó un buen día ante el emperador y le pidió, con singular entereza, que dejara ya de perseguir a los cristianos. Maximiano, salido que hubo de su asombro, pues lo creía muerto, no se dejó ablandar, antes al contrario, enojado por todo aquello, le mandó azotar horriblemente hasta morir. Luego los soldados echaron el cuerpo en un albañal inmundo. Una piadosa mujer, de nombre Lucina, recogió sus venerables restos y los colocó en las catacumbas, en el lugar donde hoy se levanta la basílica que lleva su nombre.

Esta catacumba se halla a poco más de dos kilómetros de las antiguas murallas que circundaban la urbe romana. Durante el siglo IV, cuando la Iglesia pudo desenvolverse con toda libertad, se erigió una pequeña iglesia subterránea en el lugar de la tumba. En la parte superior edificaron, por el mismo tiempo, otra basílica de mayores proporciones, dedicada a San Pedro y San Pablo, pues desde el siglo anterior se venía dando culto a los dos apóstoles en aquella catacumba. Esta basílica cambió de nombre en el siglo IX y lleva desde entonces el del mártir Sebastián. Para el visitante de hoy, la iglesia ofrece un aspecto moderno, pero debajo de las molduras y estucos barrocos está la estructura romana del siglo IV. La estatua de San Sebastián, que preside el altar, obra de Giorgetti, es muy venerada por el pueblo romano. Cerca del lugar del martirio, en el Palatino, hay otra iglesia dedicada al santo mártir.

El culto a San Sebastián como protector contra la peste data de muy antiguo. En el año 680, la ciudad de Roma, estaba infectada de este mal. Entonces erigieron un altar con la imagen del Santo en la basílica de San Pedro. La gente fue a invocarle y, según rezan las crónicas, la peste cesó al punto. El hecho se divulgó rápidamente y desde entonces es invocado en todas partes. En España son innumerables los pueblos y ciudades que lo tienen como Patrón, las ermitas y capillas dedicadas en honor suyo y son muy pocas las parroquias rurales que no tengan el altar de San Sebastián. También data de muy antiguo en los anales de la Iglesia el invocar a San Sebastián contra los enemigos de la religión junto con otros dos santos caballeros, San Mauricio y San Jorge.

Por su general representación iconográfica de un joven atlético, semidesnudo, apuesto y bello, es llamado el Apolo cristiano, siendo uno de los santos más reproducidos en las diferentes técnicas y expresiones artísticas.

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